domingo, 23 de septiembre de 2012

Nuestros lectores escriben cuentos

Nació como guión, y como tal fue preseleccionado en el concurso Infinito- Flehner, en 2004. Pero luego siguió su ciclo y cambió de género. Y fue cuento. 
Su autora, Selva Circe Ferrari es Licenciada en Ciencias de la Educación y posee una extensa formación en escritura de guiones ¡Y ama escribir! Es más: tiene un libro terminado y otro en proceso que esperan ansiosos a su editor. 
Este cuento que nos ha enviado es una pequeña muestra de su talento. Ojalá que pronto sepamos más de ella.




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Motivo: Nuestros lectores escriben cuentos



sábado, 22 de septiembre de 2012

Marta está de regreso, por Selva Circe Ferrari

A mi hijo Santiago

Un hombre de unos 40 años estaciona el auto delante de una casa señorial venida a menos y observa la fachada. Unos instantes después, el ruido del motor lo arranca de sus pensamientos.
Al bajarse, el viento le produce un escalofrío y se cierra la campera. La vieja casa le trae recuerdos. Tantos... Su mirada se detiene, entonces, en una de las ventanas superiores. Sonríe con melancolía.

“Marcelo… Marcelo… Marcelito, ¿qué vas a hacer cuando seas grande, hijo…?”
“Ehhhhhh, no sé, abuelo…, ¿por…?” 
“¿No te gustaría ser escritor…?” 
“¿Escritor…? ¡Y yo qué sé! Falta mucho para eso, abu…” 
“No, Marcelito, no falta mucho… Andá pensando, hijo, todo llega…, andá pensando.” 
“Bueno, abu, lo voy a pensar… ¿Por qué? ¿Vos querés que yo sea escritor…?” 
“Y…, sería lindo…, yo tengo muchas historias para contarte…, después vos las escribís y te hacés famoso…” 
“¡Uy, qué bueno, abu…! Dale, voy a buscar un lápiz y un cuaderno y empezamos, ¿querés…?” 

El hombre tiene los ojos vidriosos. Pestañea. Una lágrima le deja un surco en el rostro.
El viento lo hace estremecerse otra vez. Mira el jardín que hay delante de la casa, es pura tierra, sólo hay algunos árboles raquíticos. Entonces saca un bolso y una mochila del baúl y se dirige hacia la entrada.
El hombre trata de acostumbrar la vista a la oscuridad interior. Las ventanas conservan sus pesados cortinados. Al acercarse a la escalera de madera, ve que los peldaños están bastante deteriorados. Prueba uno, dos, tres… Esquivando las tablas sueltas, va a tener que arreglarlas. Y recorre la planta baja.
 El hombre sigue avanzando en la semipenumbra. Llega a la cocina y comienza a estornudar. Una, dos, tres veces. Hay olor a encierro y él es alérgico. Lo que se suma a cierta tensión que registra en todo el cuerpo desde que entró a la casa.
Entonces, el hombre abre la canilla y deja correr el agua… Pero se decide por el termo, y traga un antihistamínico con algunos sorbos de café.
 La poca luz que entra por la ventana va menguando.

“¿Y si escribimos una de terror, abu…? ¿Tenés historias de terror…?” 
“Para eso está la vida, que más terrorífica no puede ser.”
“Ay, abu, ¡al final mamá tiene razón!” 
“¿En qué, Marcelito?” 
“En que la vida es terrorificante…” 
“Terrorífica, Marcelito, te-rro-rí-fi-ca.” 
“Bueno, da lo mismo… ¿Entonces no tenés historias de ésas…?”
“¿De cuáles?” 
“De las de monstruos, fantasmas…, y todo eso.” 
“Sí, algunas… Pero si te las cuento, tu mamá me mata… Va a salir con que no podés dormir…” 
“Dale, abu, te juro que duermo… Te juro que no le cuento nada a mamá… ¡Dale, porfiiiiiiiiiiiiii!”
 “Bueno, pero no vayas a contarle, ¿ehhhh? ¿Prometido…? Ahí va…” 

El hombre se dirige al escritorio y sopla. Al ver la nube de polvo, salta hacia atrás. Y manotea el celular que chilla. Es su mujer…
Sí, la atmósfera resultó propicia para escribir el cuento de terror que viene postergando. Porque el hombre, finalmente, escribe…, pero novelas históricas, las de capa y espada. Esas que requieren años de investigación.
Lo del cuento de terror es una asignatura pendiente. ¿Con su abuelo tal vez…? Que le contaba aquellas historias de Alí Babá, justo cuando se cortaba la luz…
O aquellas otras de Sandokán, cuando se iba de campamento y había luna llena… O peor aún… Aquéllas de Godzilla, cuando Marcelo estaba aprendiendo a nadar en la pileta y no hacía pie.

Pobre viejo…, había terminado en un geriátrico, sin enterarse de que Marcelo…, Marcelito…, finalmente se había dedicado a las letras.
Pero no se había hecho famoso… Y no había escrito historias de terror…
Hasta ahora.

El hombre mira la computadora. Es una portátil que trajo en la mochila. Y juega con su encendedor...
Pero ya no fuma. Dejó de hacerlo cuando le detectaron cáncer a su padre y en un año se murió. De eso hace un montón, mejor no acordarse.
Bebe café despacio.
Y comienza a escribir.

“Marta y Jaime están en el living. Es de noche. Marta comenta que el novio de Isabel está dando los primeros pasos como escritor.
Y de pronto se escucha un ruido extraño en el jardín. Marta corre al teléfono mientras Jaime toma el revólver del cajón del escritorio, cuando la puerta del frente se abre con violencia.
Un par de hombres entran y les disparan a quemarropa. Jaime y Marta caen. Se escucha la sirena de la policía mientras los ladrones escapan por la parte trasera de la casa. Jaime toma la mano de Marta, quien parece estar muerta.
El ha perdido mucha sangre y se desmaya.”

El hombre bebe café y mira fijamente la pantalla. Retoma la escritura.

“Jaime está en su habitación, casi en penumbras, en una silla de ruedas. Está muy deteriorado. Isabel entra y enciende la luz. Y le dice a su padre muy angustiada que debe recuperarse porque ella lo necesita, porque su madre se lo merecía, porque… Pero Jaime tiene la vista perdida, no la escucha…
Y seguramente no volverá a hacerlo.”

El hombre intenta grabar lo que escribió. Una, dos, tres veces… Pero la computadora no le responde. Vuelve a intentarlo. Una, dos, tres veces… Pero tampoco.
Se acerca al sillón y saca un pequeño grabador de la mochila, de esos de periodistas. Graba unas palabras. Prueba una, dos, tres veces… Y con la boca pegada al micrófono, lee el texto que acaba de escribir. Lo escucha… Una, dos, tres veces.
Satisfecho, el hombre sube la escalera. Esquivando las tablas sueltas…
Cuando comienza a aparecer algo en la pantalla.

Es de noche. El hombre se asoma desde la baranda del piso superior, está en bata y siente frío. Estornuda. Observa un par de minutos el living y baja con cuidado.
Esquivando las tablas sueltas…
Al acercarse al monitor, frunce el ceño. Lee: “Marta está de regreso”. ¿¿¿De regreso de dónde…???”, y hace un montoncito con la mano.
Pero no hay nadie, no se escucha nada. Está desconcertado.
Y, nervioso, vuelve a jugar con el encendedor.

El sonido del teléfono lo sobresalta. Una, dos, tres veces… El hombre se levanta y al tomar el auricular, cortan. 
Molesto, retrocede con vacilación, como dándole una segunda oportunidad al arrepentido.
Pero no. Y comienza a leer el texto de la computadora… Pintado de bermellón.

 “Marta corre al teléfono mientras Jaime toma el revólver del cajón del escritorio, cuando la puerta del frente se abre con violencia. Un par de hombres entran y apuntan a Jaime, pero Marta lo empuja y una de las balas apenas lo roza.
Al escucharse la sirena de la policía, los ladrones huyen por la parte trasera de la casa.”

El hombre no lo puede creer. Relee… Una, dos, tres veces… Levanta la vista y observa a lo lejos… Hacia la oscuridad del pasillo que da a la cocina, que una vez más vuelve a ser fantasmagórico… Si su abuelo lo escuchara…
¿Cuántas veces jugó a las escondidas con sus primos en esos recovecos y el abuelo cortó la luz…? ¡Con la total desaprobación de mamá, por supuesto!
Sobre todo cuando el abuelo abría la puerta que da al parque para ponerle más misterio a la cosa…

“¿Y si entra Alí Babá…? ¿O Sandokán…? ¡¡¡O Godzilla!!!” 
“Pero no seas cagón, ¿querés…? El problema sería Godzilla, pero yo no veo agua, ¿vos sí?” 

Y, sí… El pasillo vuelve a ser fantasmagórico… Pero por qué otra vez… ¡Por qué ahora…!

Sin encontrar respuestas, el hombre “trata” de no perder la calma y revisa. La puerta de entrada está tan cerrada como a la tardecita… Cinco horas atrás.
Nada ha cambiado desde las seis de la tarde.
Y sin previo aviso, el hombre siente un viento gélido en la nuca. Se estremece y gira en cámara lenta. Nada se acerca desde la oscuridad del pasillo.
Entonces elimina lo que lo desafía desde la pantalla de la computadora y la apaga. Se sienta en un sillón con la vista fija en dirección de la cocina, que a cada minuto le resulta más infranqueable.
El velador encendido le permite controlarse.

“Abu…, ¿te dormiste…?” 
“Mmmmmmm…” 
“Abuuuuu, te estoy hablandoooooo…” 
“Séeeeeeeee…” 
“¡¡¡Abuuuuuuuuu!!!” 
“¿¿¿Qué queréeeeees, pendejooooooo…???” 
“Hay fantasmas, abu…” 
“Marcelito, ¿para eso me despertaste…?” 
“Andá, sé bueno, abu, revisá el armario…, andá…” 

El hombre se despierta a medianoche pues escucha un portazo. ¿¿Está a oscuras??
Tantea en la mesita y enciende el velador. Frunce el ceño.
Mira hacia la puerta de entrada, el pasador no está puesto.
Y escucha un murmullo que viene de la cocina.

El hombre se acerca al cajón del escritorio, saca el revólver (al igual que Jaime) y le quita el seguro. Se para en la boca del túnel negro y acciona el interruptor. Pero nada… Sus piernas se aflojan y duda unos instantes, que parecen eternos, sin saber qué hacer. Entonces…, apuntando a la oscuridad, comienza a avanzar… Agita la mano libre ahuyentando viejos fantasmas, sin ver nada.
Y al doblar por el pasillo, alguien lo está esperando…

Es su figura reflejada en un espejo. La ventana que da al parque trasero deja entrar la luna. Y otra vez el murmullo… Que viene de la habitación de servicio.
Nuevamente prueba con el interruptor. Pero tampoco. La luna le muestra un montón de cosas allí arrumbadas.
Una cama con su elástico, un colchón despanzurrado, un caballito de madera, libros y revistas apilados…
Y la casa de muñecas de su madre.

El hombre se acerca temeroso y el murmullo cesa. Entonces, con el corazón saltándosele del pecho, mira adentro… Pero no ve a nadie. Sus palpitaciones están al límite.

Y vuelve sobre sus pasos hasta la cocina. Donde la enredadera tapa los vidrios. Lo que le permite ver apenas. Prueba la puerta, que está firme. A trasluz adivina la reja sólida… Y se distiende algo.

El hombre apoya el revólver y toma agua de la canilla. Ahora no le preocupa, no está para minucias… Tiene que enfrentarse a Alí Babá… A Sandokán… “Pero a Godzilla no…” se escucha decir.

Al cerrar la canilla percibe el sonido del teclado de su computadora. Con la garganta hecha un nudo, tantea el revólver sobre el mármol pero no está.
Sin importarle ya nada, toma un cuchillo de vaina gruesa y afilada, el que la abuela usaba para las milanesas. Justo ése.
Y se dirige a la batalla final…

El hombre se lanza blandiendo su improvisado puñal. La luz del velador lo hace correr a su encuentro. Desbocado, se acerca al monitor. Lee.

“La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas… La silla de ruedas de Jaime… Entonces, el escritor levanta la vista y lo descubre detrás de la baranda del piso superior. Está empuñando el revólver…
Jaime dispara, y el escritor describe una curva perfecta hacia atrás… Y cae al piso, muerto.”

Entonces…

La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas… La silla de ruedas de Jaime…

Al hombre le cuesta respirar, el terror lo invade. Se le escurre el cuchillo entre los dedos… El ruido del metal contra el piso es como si toda la batería de cocina se hubiera estrellado junta.
Desesperado, se arroja sobre el escritorio, arranca el casete diminuto del grabador, mira hacia arriba. Y le muestra el casete a Jaime en forma amenazante, quien lo observa inmóvil, desde la baranda, apuntando el revólver, el revólver de Marcelo...
El hombre acerca el encendedor al casete diminuto y lucha con la ruedita. Una, dos, tres veces… Y al poner en contacto el casete con la llama se escuchan los gritos desgarradores de Godzilla.
Las palabras de la pantalla danzan frenéticas. Suena un disparo y un golpe seco... Algo pesado cae al piso.
El escritor está sentado al escritorio. Isabel le hace masajes en los hombros… Pero no es Marcelo, Marcelito, el hombre…
Es el otro escritor, el novio de Isabel…, que mira fijamente la pantalla de la computadora mientras juega con el encendedor.

                                                                                                    Selva Circe Ferrari

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Conferencia Editorial 2012


La Conferencia Editorial es un ciclo de actualización profesional destinado a editores, libreros, distribuidores, traductores, correctores, diseñadores y otros profesionales del sector. Durante dos días especialistas de nuestro país y del exterior se avocan al desarrollo y reflexión de problemas y novedades asociados a las diversas disciplinas que hacen al trabajo editorial.

La Conferencia Editorial se desarrollará los días 13 y 14 de septiembre de 2012 en las instalaciones del Centro Metropolitano de Diseño. Serán dos jornadas en las que habrá un total de 13 actividades, entre las 9.30 y las 17 hs de cada día. Participarán más de 20 destacados profesionales en los que se encuentran representantes de México, España y Holanda.
Esta Conferencia Editorial 2012 es muy importante en un contexto de cambio del paradigma del sector editorial. Las nuevas tecnologías modifican los hábitos de consumo y lectura de libros y contenidos y los editores, libreros, bibliotecarios, autores, etc. Deben decidir de qué manera abordar ese cambio de paradigma. En ese sentido la Conferencia Editorial 2012 intentará echar algo de luz sobre estas cuestiones. La transición está en foco.
Programa: 
Ponencistas:
 http://opcionlibros.mdebuenosaires.gov.ar/system/contenido.php?id_cat=71

Fuente: Dirección General de Industrias Creativas

sábado, 11 de agosto de 2012

Conocé y hacete fan


Conocé y hacete fan de las boutiques del libro en FB: cada local tiene su personalidad.



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sábado, 23 de junio de 2012

Nuestros lectores escriben cuentos

Nuestro autor de hoy, nos ha enviado 3 cuentos maravillosos,  pero dado la longitud nos vimos obligados a elegir uno solo. Elección del autor, por cierto. Matías del Federico es de San José de Esquina, provincia de Santa Fé y todo un artista: actualmente hace teatro en su pueblo, luego de haber estudiado música en Rosario y, por supuesto, escribe mucho. Ya ha editado con su propio esfuerzo un primer libro de cuentos llamado "Sobremesa argentina en el 2010" y tiene casi listo el segundo, "Sincericidio y otros cuentos" para el cual está buscando editoriales interesadas. Esperamos que esta sea una buena vía para que lo conozcan.

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Motivos: Nuestros lectores escriben cuentos 

Prevención del delito, por Matías del Federico


Federico estaba sentado en la cama, con su espalda apoyada en el respaldar, y  sosteniendo una guitarra acústica intentando interpretar Viernes 3 AM de Charly García. Aunque esto de “interpretar” es muy dudoso de afirmar.
Al lado suyo, su novia acostada, y con los ojos cerrados, pero despierta, disfrutaba de la música y de su primer cigarrillo del día.
Tal vez, sólo disfrutaba del cigarrillo.
Era domingo y ellos no tenían otros planes más que quedarse en la cama y sólo levantarse para las necesidades higiénicas de todo ser humano. Obviamente para la necesidad más placentera no les hacía falta, porque estaban en el lugar adecuado.
Cuando Federico tocó el último acorde de la canción y lo pifió, Romina comenzó a iniciar los juegos previos a ese placer.
En primer lugar le sacó abruptamente la guitarra y la arrojó sin piedad al suelo, hecho que ofuscó a Federico y que agradeció Charly. Luego empezó a desvestirlo con urgencia…
El timbre del departamento sonó en el momento más inoportuno.
Romina siguió sin prestarle ninguna atención, pero a Federico los insistentes sonidos del timbre más los golpes enérgicos a la puerta lograron desconcentrarlo. Pese a las quejas de Romina,  se puso el bóxer y salió de la habitación.  
- ¿Quién es? – preguntó, caminando en puntas de pie hacia la puerta.
- Somos de la comisaría de acá a la vuelta. ¿Podemos hablar un momentito con usted?
 Hubo unos instantes de silencio. Federico miró desconcertado a su novia que llegaba a medio vestir, y le pareció notar en su cara un atisbo de temor.
- Es un ratito nomás –  se escuchó del otro lado de la puerta
- ¿No pueden pasar en otro momento? Estaba durmiendo – dijo Federico y observó por la mirilla. Eran tres personas, dos con uniformes de policía y el restante vestía de civil.
- Lo que pasa es que tenemos que presentar los informes de este edificio hoy a la tarde, y el único que nos falta es el de este departamento. ¿Vos vivís acá, no?
- Alquilo,  no es mío el departamento – contestó Federico y ahora la que miraba por la mirilla era Romina.
- Pero sos el locatario… – la voz del oficial sonaba algo ofuscada.
- Sí, sí, soy yo.
- ¿Qué pasa? – preguntó susurrando Romina
- Qué sé yo. ¡Qué me mirás así! No hice nada. –  fue la réplica de Federico,  que evidenciaba nerviosismo por la inquisidora mirada de su novia.
- Son unas preguntas nada más – insistió el oficial tratando de volver al tono cortés.
- ¿Pero por qué asunto es?
- Por qué no nos abrís, por favor, así terminamos nuestro trabajo y después seguís durmiendo tranquilo.
- Abrí – dijo Romina sin perder el susurro en su voz y se dirigió a la habitación para terminar de vestirse.
- Me cambio y les abro, un segundo. – Federico se vistió y antes de abrir le pidió a Romina que espere en la cocina. Romina aceptó de mala gana y dejó entreabierta la puerta para poder escuchar la conversación.
Cuando entraron al departamento, los tres oficiales mostraron sus respectivas identificaciones y Federico los invitó a pasar al living y sentarse.
- Ustedes dirán… – dijo sentándose y trató de serenarse, ya que no encontraba motivo ni razón para estar nervioso.
 Los dos oficiales correctamente uniformados colocaron sobre la mesa un pequeño aparato electrónico del tamaño de un celular.
 El tercero, de apellido Quiroga, según figuraba en la identificación, estaba vestido de civil. Sacó de su bolso un cuaderno y una lapicera que apoyó sobre la mesa.
- Estamos haciendo un informe detallado y personalizado sobre todas las personas que viven en el barrio. – Las palabras de Quiroga eran proferidas con la ajustada sincronía de un discurso ya efectuado anteriormente – no sé si usted está al tanto de que este barrio cuenta estadísticamente con la mayor cantidad de hechos delictivos de toda la ciudad.
-  No, no sabía. O sea, sé que suelen producirse robos y esas cosas en el barrio, incluso creo que el jueves robaron en el quiosco de la esquina.
Pero la verdad es que no estaba al tanto de la estadística. – Federico observó las miradas que se hicieron los oficiales uniformados.
- ¿Cómo sabe del robo del jueves? – preguntó Quiroga sin desviar la vista de su cuaderno.
- Me lo dijo Raúl, el quiosquero –  Federico sentía que se estaba defendiendo sin saber específicamente de qué se defendía. Quiroga miró a sus acompañantes y luego clavó la mirada en Federico.
- Es raro. Le pedimos que mantenga en secreto el robo. ¿Está seguro que fue él quien se lo contó?
- Sí, segurísimo. Ayer por la tarde me contó que le habían llevado toda la recaudación del día. ¿Pero cuál es el problema?
- No importa… Mejor empezamos con lo que vinimos a hacer – dijo Quiroga.
El desconcierto de Federico empezaba a convertirse en intriga y los nervios comenzaron a devorarlo por dentro. ¿Qué mierda quieren? Pensaba y no pudo evitar sentirse acongojado por la certeza de que el hermoso domingo que pensaba pasar junto a Romina ya no sería el mismo después de esta irrupción desagradable.
- Como le decía recién, este barrio cuenta con la mayor denuncia de robos y todo tipo de actos delictivos. Pero el principal problema es que según una investigación que ha hecho el gobierno de la ciudad, la  mayoría de los delincuentes son residentes de este barrio.
Por este motivo el jefe de la comisaría ha sido obligado a realizar estos exámenes personalizados sobre todas las personas que se encuentren establecidas en esta zona.
 El exámen está dividido en dos partes. No le vamos a quitar mucho tiempo si usted colabora con el procedimiento, que desde ya es obligatorio.
- Sí oficial, no hay ningún problema. ¿Qué tengo que hacer?  
- En realidad, más que hacer hay que decir. –Quiroga hizo una seña con su cabeza, y uno de los oficiales le alcanzó el artefacto electrónico.
- ¡Como un político! – dijo Federico sonriendo apenas.
- ¿Perdón? – Quiroga dejó de maniobrar el aparato y lo miró sin comprender.
-  No, digo, como un político, por la cuestión de que tengo que decir, más que hacer. –  Federico se ruborizó al comprobar por las miradas de los oficiales que el chiste no había caído en gracia.
Romina desde la cocina esbozó una sonrisa silenciosa, más por la estupidez de Federico que por el ingenio de la humorada.
Quiroga prefirió no decir nada y después de unos segundos ubicó el aparato cerca de Federico.
- Discúlpeme, ¿Qué es este aparato? – dijo Federico mirando con intriga el artefacto pero sin atreverse a tocarlo.
- No importa por ahora. Es para la segunda parte del exámen – respondió Quiroga y volvió a prestar atención a su cuaderno. – Comencemos. En esta primera parte vamos a interrogarlo sobre cuáles son sus prevenciones para no sufrir hechos delictivos. ¿Tiene alarmas en el departamento?
- No, en el departamento no tengo, pero solía tener en el auto. Porque tenía un Clío, y me cansaba de que me roben el estereo.
- ¿Le han robado alguna vez en este departamento?
- Tengo mis dudas – dijo Federico. El rostro de Quiroga delató sorpresa por la respuesta.
- ¿Cómo que tiene dudas?
- Sí… A ver cómo lo explico para que me entienda… Nunca encontré mi casa revuelta, ni me robaron digamos, personalmente. Pero hubo una
época en que me faltaba plata de donde la tenía escondida.
 No puedo asegurarlo, pero creo que una novia que tenía me robaba cuando me ausentaba. –Quiroga asintió con la cabeza, y Romina se sorprendió por la declaración, porque nunca le había contado algo semejante.
- Por lo que veo no tiene ninguna medida extrema de seguridad en la puerta. – el oficial miraba la puerta por la que había entrado como para constatar algo por demás evidente. – ¿Cámara de seguridad?
- ¡No!, no me da el cuero para esos lujos – dijo Federico que se encontraba más distendido con el interrogatorio.— La única vez que estuve a punto de comprarme una cámara de fotografía, tuve que gastar en un estereo nuevo y en la alarma para el Clío.
- ¿El auto dónde lo guarda? – preguntó Quiroga siempre anotando en su cuaderno.
- En ningún lado.  Lo vendí la última vez que me robaron el estereo con la maldita alarma incluida.
- ¿Acostumbra a salir de noche?
- Sí… Bah… A veces con mi novia vamos a algún bar los fines de semana, o por ahí a visitar a algún amigo.
- Cuando sale de noche ¿lo hace caminando o se toma algún medio de transporte? 
- Casi siempre caminando, salvo que el lugar a donde vaya quede lejos, entonces me tomo un taxi. Pero la situación económica no está como para andar entrando en gastos.
- Bien. Creo que ya casi terminamos con esta primera parte. – el oficial Quiroga revisaba el cuaderno, buscando alguna pregunta que quizás se le haya escapado. Los otros dos oficiales seguían sentados, inmutables.
- ¿Le parece que estoy bien, o tendría que tener alguna medida más de seguridad? –  preguntó Federico más que nada para romper con el silencio que lo ponía incómodo.
- Más o menos. – Dijo Quiroga meneando la cabeza –  no tiene cámara de seguridad, ni puerta blindada, y sale de noche, lo cual no es muy aconsejable por esta zona,  mucho menos si lo hace caminando.
- Bueno oficial,  tampoco estamos en medio de una villa. Estamos nada más que a veinte cuadras del centro de la ciudad.
- ¿Qué quiere decir, que no confía en las estadísticas sobre la inseguridad de este barrio? – Quiroga endureció el tono de su voz.
- No, no me mal interprete oficial. Lo que quiero decir es que no creo que la situación sea tan grave como para no poder caminar un par de cuadras por la noche. – Federico se maldijo por dentro, mientras pensaba que si quería terminar cuanto antes con esta visita desagradable lo mejor era responder y no refutar nada.
- ¿Y sale con esos anillos? – preguntó Quiroga observando la mano derecha de Federico, atestada de anillos de oro dudosos.
- Sí. ¿Por qué?
Los dos oficiales que hasta el momento no habían hablado se miraron y sonrieron como si la pregunta de Federico fuese inadecuada. Quiroga se dirigió a uno de ellos.
-  Suárez, ¿Cuántas denuncias por robos de anillos y pulseras tuvimos en el mes pasado?
- Sesenta y cinco, jefe – respondió el oficial Suárez.
- Sesenta y cinco – repitió Quiroga mirando a Federico –  ¿no le parece un número de asaltos más que suficientes como para que la situación sea considerada grave?
“Lo que me parece es que tendrían que salir a patrullar más las calles en vez de quedarse  a mirar televisión o a jugar a las cartas en la comisaría” pensó Federico, aunque obviamente prefirió no seguir contradiciendo a los oficiales.
- Sí, claro, seguro.
- Pasemos a la segunda parte del interrogatorio. – indicó Quiroga  mientras sacaba otro cuaderno de su bolso.
Suárez apoyó sobre la mesa una Notebook, y sin pedir permiso desconectó el cable del televisor y enchufó el de la computadora.
 El otro oficial, de apellido Díaz, se acercó con su silla hasta el lugar en donde se encontraba Suárez.
 Federico observaba la escena en silencio y cuando Quiroga se estiró sobre la mesa para apretar una tecla del aparato tecnológico, volvió a sentir intriga por el extraño artefacto.
- Perdón por la insistencia, ¿pero para qué sirve esto? – preguntó el interrogado y esta vez obtuvo respuesta.
- Es un detector de mentiras último modelo. Es lo más avanzado que existe en tecnología criminalística. Es cien por ciento eficaz y es totalmente inalámbrico – Quiroga parecía estar haciendo propaganda. – cuando detecta una mentira se enciende una luz roja y se escucha unos compases de la novena sinfonía de Beethoven. Ya está encendido.
- Impresionante – dijo Federico y debía ser verdad porque el detector no dio señales de lo contrario.
- A diferencia del antiguo detector de mentiras, no hace falta colocárselo al interrogado, cualquier cosa que digamos desde ahora el detector en milésimas de segundos lo analizará y dará su veredicto. No hay forma de engañarlo, fíjese. – Quiroga observó de reojo a sus compañeros y sonrió antes de preguntar – ¿Cómo se llama usted?
- Federico – dijo arrimándose al aparato y casi pronunciando en sílabas
- No hace falta que se arrime ni que le hable como idiota. – dijo Quiroga algo molesto. – ahora mire el grado de fineza que tiene este aparato…
- Jefe ¿le subió el volumen? – interrumpió Suárez y después de corroborar que todo estaba en orden, Quiroga agravó su voz y dijo:
- Señor Federico, para mi usted NO es un pelotudo…
La luz roja del detector se encendió y la melodía de la novena de Beethoven comenzó a sonar a gran volumen. Los oficiales Suárez y Díaz intentaban ocultar sus risas. Federico no salía de su asombro. Y Quiroga bajó un poco el volumen del detector, que después de unos segundos dejó de sonar.
- ¡Se da cuenta, es una maravilla! Hasta es capaz de captar ese “NO” antes del “es un pelotudo”. Le aseguro que no hay forma de engañar a este detector. Dígame, ¿qué piensa usted de mí?
Federico sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, y miró aterrado el detector de mentiras. Suárez y Díaz ya no pudieron aguantarse y largaron la carcajada.
- Es una broma –dijo sonriendo – no te preocupes pibe, no hace falta que respondas – Quiroga hizo una seña con su mano a los oficiales para que cesaran sus risas.
 Federico, aunque respiró aliviado al no tener que responder, se sintió algo molesto por el repentino cambio de trato que le propinó Quiroga al llamarlo pibe, además de la falta de respeto por la inescrupulosa tomada de pelo.
- A esta segunda parte del interrogatorio la llamamos “PDD”. Es decir, Prevención del Delito. Usted tendrá que responder las preguntas que yo le haga. Y las respuestas las van a ir cargando los oficiales al programa de computación, siempre y cuando lo que diga sea aceptado por el detector de mentiras – el oficial hablaba nuevamente con la formalidad discursiva del principio.
- ¿Y qué pasa si el detector demuestra que miento? – inquirió Federico sabiendo que nada bueno obtendría como respuesta.
- ¿Por qué, pensas mentirnos?
- No. Sólo trato de entender para qué es todo este interrogatorio.
- Sencillo. Vos contestas con la verdad, el programa de computación va almacenando tus respuestas, y al terminar el interrogatorio este programa analiza toda la información y emite un dictamen evaluando tu peligrosidad  para la sociedad.
- ¡Me están jodiendo!  
- No, pibe. Esto es serio. Ya te dije que es una orden directa del gobierno de la ciudad.
Empezamos. ¿Está todo listo? –Quiroga esperó la afirmación de Suárez, que levantó un pulgar
- No entiendo. ¿Cómo si soy peligroso para la sociedad? – Federico estaba desconcertado, y ya se observaban muestras de fastidio en Quiroga.
- Vos respondé a lo que yo te pregunte. Por ahora no hace falta que entiendas. ¿Nombre y apellido?
Federico quedó unos segundos en silencio. Pensaba objetar algo sobre el procedimiento pero al ver las caras poco amigables de los oficiales, sobre todo la de Quiroga, prefirió hacer caso, deseando terminar cuanto antes con el cuestionario.
- Federico Báez…
- Edad…
- Veintinueve años…
- Estado civil…
- Soltero. – pensó en agregar “y sin apuro” pero se abstuvo. No estaba para bromas, y además recordó que desde la cocina Romina estaría escuchando la conversación.
- ¿Trabajas o estudias?
- Las dos cosas. Trabajo para una empresa que hace arreglos de electricidad y estudio Ingeniería Eléctrica.
- ¿Alguna vez estuviste detenido?
- ¡Basta! ¿Qué es esta porquería? – Federico levantó la voz indignado, Quiroga dejó de leer su cuaderno y le clavó la mirada.
- Respondé a las preguntas – dijo Suárez y sonó a amenaza.
- Reitero, ¿alguna vez estuviste detenido? –  y miró de reojo el detector de mentiras que hasta el momento había aceptado las respuestas del interrogado.
Federico cada vez entendía menos y le molestaba tener que estar injustificadamente bajo un tratamiento de esta naturaleza, pero respondió sin objeción.
- No. Nunca estuve detenido.
El detector de mentiras lo aprobó. Quiroga dio vuelta una hoja de su cuaderno y volvió a la carga con las preguntas.
- ¿Alguna vez robaste?
- ¡No, jamás! – Federico tragó saliva.
La luz roja y la música de Beethoven dejaron en evidencia la mentira. Federico miró despavorido al artefacto. Los tres oficiales intercambiaron miradas.
- ¡Miente el detector! – exclamó Federico sintiendo un terrible temblor en su cuerpo.
Romina, en la soledad de la cocina, ahogó con sus manos la boca para contener la sorpresa.
- Pibe, el detector no miente, detecta las mentiras – le dijo el oficial, satisfecho por su juego de palabras.
- ¡Puede fallar! – trató de justificarse Federico.
- Lo mismo decía Tu Sam, “puede fallar” y casi mata a su propio hijo – exclamó el oficial Díaz con una sonrisa, que enseguida borró dado que no era momento para humoradas.
- Lo que puede fallar es tu memoria. A lo mejor si pensas bien un ratito se te refresca – dijo Quiroga.
- No tengo nada que pensar,  nunca robé nada. –estaba seguro de estar diciendo la verdad, pero el detector volvió a contradecirlo… Aunque tal vez… – Bueno, a lo mejor… No sé, alguna vez de pendejo habré agarrado alguna golosina o algo así de algún almacén… Pero fueron travesuras nomás. Estupideces que uno hace de pibe.
 - ¿Pagaste esas cosas que decís haber agarrado de algún almacén? – en la pregunta del oficial se vislumbraba marcada ironía.
- No. –  contestó Federico, de mala gana.
- Entonces, vuelvo a hacer la pregunta. ¿Alguna vez robaste?
Federico tuvo un férreo deseo de tomar el detector y revolearlo por el aire.
- Me parece que esto es una estupidez, y no pienso seguir respondiendo hasta que me expliquen bien de qué se trata todo esto.
- Si no respondes nos veremos obligados a cargar en la computadora la negativa del interrogado, ante una pregunta crucial como esta. Pero te aseguro que no te va a convenir. – Le sugirió el oficial y esperó unos segundos para repreguntar – por última vez ¿alguna vez robaste?
- Sí… – dijo Federico con voz temblorosa.
- ¿Qué fue lo que robaste?
- No recuerdo bien, ya le dije que fue cuando era muy pibe, no sé, pero creo que algunos alfajores y caramelos.
Quiroga esperó unos segundos para que sus compañeros escriban la declaración en la computadora.
- ¿Qué te indujo a robar?
- Travesura infantil – respondió Federico irónicamente. Aunque debía ser verdad ya que el detector seguía impasible.
- ¿Qué haces cuando no estas trabajando o estudiando? Me refiero a en qué ocupás tu tiempo libre.
- Bueno, juego al fútbol con amigos. Miro televisión. Estoy con mi novia. Escucho música. Toco la guitarra…
- Veo que tenes muchos discos –  al observar una estantería llena de cds, ante una seña de éste, el oficial Díaz se levantó de su silla y se dirigió al anaquel, inspeccionando con énfasis las cajas de los discos.
- Sí. Me gusta mucho la música – Federico miró nervioso al oficial Díaz, no le gustaba que manosearan sus cds.
- Supongo que serán todos originales… ¿Usted qué dice Díaz?  
El oficial Díaz sacó un cd de la estantería. Lo llevó para la mesa y lo ubicó justo enfrente del interrogado. Luego se sentó otra vez en su silla y desde ahí le alcahueteó a su jefe:
- Hay al menos treinta discos que no son originales.
Federico miraba sorprendido a los oficiales.
- O sea que compras discos truchos – le dijo Quiroga dando por hecho la cuestión, ya que no se expresó en tono de pregunta. Federico se levantó enérgico de su silla y habló indignado.
- ¡Esto es el colmo! ¡Me están tomando el pelo! ¿Quién no compra cds truchos hoy en día?  Por qué no se van a joder a los que los venden.   
- Simplemente te estoy preguntando si compras discos truchos. No hay necesidad de que levantes la voz ni que nos digas cómo tenemos que hacer nuestro trabajo. – dijo Quiroga sin enojarse demasiado e invitándolo a sentarse nuevamente, intuyendo de ante mano la reacción de Federico, que a los pocos segundos volvió a su silla.
Mientras tanto, Suárez detallaba en la computadora “compra ilegal de discos musicales”. Díaz estimaba la cifra, que a simple vista, oscilaban entre los treinta y cincuenta discos piratas.
- ¿Quedan muchas preguntas? Porque me quiero ir a dormir –dijo Federico más amargado que enojado.
La novena de Beethoven y la indignante luz roja del detector volvieron a encenderse. Evidentemente Federico no pensaba en dormir.
El oficial Quiroga no ahondó en detalles y esperó hasta que el detector cesara para continuar.
Federico, internamente se las agarró con la madre de Beethoven.
- Sólo un par de preguntas, no te queremos molestar más.
Y otra vez sonó el detector de mentiras, esta vez contradijo a Quiroga, quien se mostró sorprendido.
Federico pensó con tristeza que no serían nada más que un par de preguntas. Sin embargo la mentira del oficial estaba en la segunda parte de  su exposición.
- Supongamos que vas caminando por la calle y de repente te topás con una billetera repleta de dinero ¿Qué haces? – dijo Quiroga.
 Federico, a pesar del malestar, no pudo evitar sonreír ante la infantil pregunta del oficial.
- Busco dentro de la billetera para ver si hay alguna identificación de la persona que la perdió.
- Todos dicen lo mismo – exclamó Quiroga buscando la aprobación de sus compañeros que afirmaron en clara actitud chupa media –  no hay identificación. Solamente hay dinero. ¿Qué haces?
Federico se tomó unos segundos para responder. Y cuando lo hizo desplegó todo el sarcasmo del que era capaz.
- Iría a un canal de televisión para entregar la billetera y que informen en el noticiero sobre el extravío.
También podría llevarla a la comisaría, pero no confío demasiado en los policías – y miró desafiante a los oficiales, quienes ante el hecho de que el detector afirmara la sinceridad de su respuesta enardecieron totalmente.
- ¡No te hagas el piola! – dijo Suárez increpándolo desde la computadora
- Tranquilo, Suárez.  El muchacho respondió correctamente. Se ve que es un ciudadano responsable y que se maneja dentro de la ley.
Es más, ¿vos dijiste que mirabas televisión, no? – dijo y esperó a que Federico asintiera. Después clavó la estocada – me imagino que pagas el abono del cable todos los meses...
Los dos oficiales miraron con admiración a su jefe, debido a que la expresión horrorizada del interrogado no dejaba dudas de la respuesta. Federico amagó responder pero se quedó en el camino.
Quiroga saboreaba la revancha y no dejó pasar la oportunidad.
- Y… ¿En qué quedamos, pagas el abono del cable o lo tomas prestado como las golosinas del almacén?
 “En realidad lo pago a medias con el vecino de arriba” pensó Federico, pero no valía la pena la justificación.
-  No, no lo pago.
El oficial Quiroga cerró el cuaderno, lo guardó en su bolso y se tomó unos segundos para dirigirse al interrogado.
- Bien, ya terminamos…
Federico no ocultó su alegría por el final del interrogatorio y se levantó de la silla como para encaminarse a la puerta del departamento.
- ¿A dónde va? – lo frenó Quiroga.
- ¿No habíamos terminado?
- Terminamos con las preguntas. Ahora hay que esperar el veredicto de la computadora. Suárez, cuando esté el resultado avisame –dijo Quiroga y encendió un cigarrillo.
El entusiasmo de Federico se evaporó en un segundo. Se sentó otra vez y en silencio aguardaba por su destino.
 En toda la espera no hizo más que preguntarse de qué se trataba todo este bendito asunto. Se acordó que en la cocina estaba Romina y disimuladamente miró hacia la puerta. Sintió pena por ella, aunque en realidad hubiera preferido estar en su lugar.
Se dio algo de ánimo pensando que a lo sumo se comería un sermón. Seguramente toda esta desagradable “entrevista” no era más que un proceder burocrático o alguna otra tontería de los políticos para demostrar que hacían algo por erradicar la inseguridad. Sin embargo no dejaba de resultarle ridículo todo lo que había sucedido y hasta pensó en realizar alguna queja por el nefasto procedimiento.
- Ya está, jefe. Tenemos el resultado. 
Quiroga le ordenó leerlo en voz alta.
- La computadora categoriza al interrogado como un potencial pungista.
Federico abrió los ojos horrorizado. Observó la seriedad en los rostros de los oficiales y no podía creer lo que había escuchado.
- ¡Ah bueno! ¿Pungista?  ¿De qué carajo están hablando?
- Nos va a tener que acompañar –sugirió Quiroga poniéndose de pie y por el silencio del detector, indudablemente hablaba en serio.
- ¡Me están jodiendo! Sí, claro, ¡cómo no me di cuenta antes! Es una broma.
- No es ninguna broma. –Suárez y Díaz desconectaron la Notebook,  la colocaron dentro del bolso y esperaron ya de pie junto a su jefe.
- ¡Les advierto que yo no pienso ir a ningún lado. De acá no me muevo! – dijo Federico en tono amenazador.
En ese momento irrumpió Romina corriendo.
- ¿A dónde lo llevan? – gritó histérica y entre lagrimas.
- ¡Es mi novia! –se apuró a decir Federico al ver que Suárez y Díaz habían desenfundado instintivamente sus armas. Quiroga había retrocedido sorprendido por la irrupción. – Estaba esperando en la cocina.
Romina seguía llorando y aguardando una respuesta. El jefe hizo una seña para que los oficiales guardaran sus armas.
Federico aprovechó el desconcierto del momento y en un arrebato tomó el detector de mentiras antes de que el oficial Quiroga se lo impidiera.
- ¡No pienso ir a ninguna parte hasta que no me digan exactamente de qué se trata todo esto! – con el detector en su mano Federico intentaba obtener la verdad de los oficiales.
- Vamos a la comisaría…
- ¡Pero ustedes están locos, cómo va a ir preso por ser un potencial… No sé qué cosa! – gritó Romina que no había escuchado o entendido el significado de la palabra pungista.
- Nadie va a ir preso señorita. La idea de este programa, como le dije a su novio, y tal vez usted escuchó, es prevenir el delito. Mientras tanto tendrá que pasar una semana o el tiempo que determinen los especialistas que crearon este sistema, sometido a distintas tareas comunitarias, y además apersonarse por la comisaría durante ese período, para participar de charlas psicológicas, con el fin de erradicar  ese potencial delictivo que lleva adentro.
Más allá de esto, seguirá con su vida normalmente. Pero ahora tendrá que acompañarnos a la comisaría para coordinar todos los detalles, y realizarle otros interrogatorios más exhaustivos. 
El detector se mantuvo en silencio.
El oficial había dicho la verdad, aunque eso no significaba un alivio para Federico y Romina.
- Entrégueme el detector. – Quiroga estiró su mano y después de un momento de dubitación, Federico le devolvió el aparato.
- ¿Y si no quiero ir qué pasa? – las palabras de Federico no eran para amenazar, sino que parecía una excusa para seguir obteniendo información sobre su destino.
- Es mejor entregarse por voluntad propia, te lo aseguro. – dijo Quiroga y tampoco sonó a amenaza. Suárez y Díaz parados detrás de su jefe aguardaban la decisión de Federico.
Romina parecía calmarse un poco, aunque seguía llorando.
- Si no queres ir, podemos quedarnos y seguir haciendo preguntas –dijo el oficial Díaz sonriendo sobrador.
Quiroga lo miró sorprendido, por lo visto Díaz estaba improvisando sobre la marcha.
-Por ejemplo, ¿alguna vez le fuiste infiel a esta chica?
La pregunta le cayó a Federico como un baldazo de agua fría.
Incluso tampoco pareció agradarle a Quiroga, que fulminó con la mirada a Díaz.
Suárez, sin embargo, disfrutó la impronta de su compañero.
- Hablá con mi viejo y decile que estoy en la comisaría. Que le avise al doctor Ramírez para que venga. – le pidió Federico a su novia.
Cuando se encaminaba para la salida, la voz de Romina lo dejó paralizado.
-¿A dónde vas? ¡Respondé la pregunta!
Federico dio media vuelta. Otra vez tenía que responder. Nunca, en toda su vida, había tenido que dar tantas explicaciones.
- ¡Respondé la pregunta del oficial! – exigió Romina una vez más.
A Federico le pareció percibir que Quiroga apretaba una tecla del detector de mentiras. Disimuladamente miró al oficial que le guiñó un ojo.
- No. Nunca te engañé. –dijo finalmente Federico.
El detector se mantuvo en silencio y Romina sonrió satisfecha.
Cuando los oficiales y Federico llegaron a la comisaría para un nuevo interrogatorio, recién ahí, Quiroga volvió a encender el detector.

martes, 22 de mayo de 2012

Nuestros lectores escriben cuentos

Belén Terrón, con sus increíbles 18 años, nos envió estas maravillosas "fotografías literarias". Esta estudiante del Profesorado Universitario de Letras en la Universidad de San Martín, nos contó un poco sobre su escritura: 
"No me acuerdo cuando empecé a escribir, ahora lo hago todo el tiempo. 
Escribo poemas y cuentos cortos a los que llamo 'fotografías', ya que nacen a partir de una imagen que se me ocurre en cualquier momento, a cualquier hora; conozco el final del cuento, descubro el inicio  y el desarrollo mientras lo escribo."
 El año pasado participó en el Concurso Provincial de Poesía "Ginés García" para “Jóvenes Poetas” organizado por la Provincia de Buenos Aires donde obtuvo una mención. 
Una promesa para el futuro.

Recordamos la dirección para enviarnos sus cuentos:


Motivo: Nuestros lectores escriben cuentos

Fotografías, por Belén Terrón




Fotografía IV


Adelita da seis –como si fueran mil- pasos atrás. No deja de mirar, ni siquiera pestañea. Cada músculo, vestido de piel curtida por el sol calchaquí, se tensa. Comprende la síntesis universal de la miseria, la que la aleja ahora de su carnavalito. Adelita encarna sin saberlo la pureza que se funde con paisaje. Desde siempre el jawa runa había explotado los dos.
Advirtió su propio recurso natural nueve pasos antes. Su claridad se definía a partir de la miseria del hombre malo. Ay Adelita, agitada se acuerda de uno versos: ‘viene el diablo blanco…’  Adelita sigue caminando sin dejar de mirar. Cree que la están corrompiendo y que su deber es tragarse ese ataque entero. Doce pasos más cerca del límite de su cerrito, donde el inti recorta el cielo, ya no distingue formas. Adelita se va apagando porque la sangre que recorre las arrugas de sus manos ya no corresponde al trabajo de todas las semanas. Es sangre blanca, es sangre sucia. Se le dibuja en la cara impermeable el tajo de agua que acostumbraba a soltar nada más por su pacha. Adelita se da vuelta y da tres pasos más. Respira y el aire andino penetra y purifica. Se suelta las trenzas negras. Se acomoda la pollera que el diablo le había robado un rato. A tata se lo llevaron, lo escondieron en el corazón del urqu. Desentierra su diablo y, en un grito que salpica aguardiente, rescata a todos sus hermanos. Adelita da un paso más.


Fotografía IX 
Anda ganoso de franela y pelea. Pero sin minas en el bulo, ni falopa, ni facón la noche se le pinta compadrita y fanfarrona. -¡Qué hablás barullero! Calla al pibe de la pieza de al lado y escucha la bandola tristona por la radio y la garúa que golpea en la chapa oxidada y los zapatos lustrados para el baile que nunca va a ser acercándose a la baranda. Bocanada de angustia, farolito que se apaga. El Doque se le planta espejo y entonces se asoma de a poquito al abismo de caserones a la hora de la siesta, putas cansadas, berretines saltando la rayuela. Espera que alguien lo salve. Nada. Entonces muerde un pucho y el fósforo lo encandila sin quemar el tabaco. -'¡Ta Madre! Están húmedos... 

 Fotografía VIII 
La dueña del sol despierto es Catarina Da Seis. Se lo ganó casada con la miseria. El arroz de una semana, los condimentos de tres meses: feijoada todos los días. Catarina Da Seis recorre cada rua coleccionando esclavos del amor anónimo y el Pelourinho se le desdibuja entre la luna negrera, gastada de verla tantas noches. Ella, indigna de Amado y su cravo e canela, burguesa en su pobreza -poética para os boêmios desvelados. Catarina Da Seis recuerda: "Era sua livre hora de passeio, como gostava! De atravessar sob o sol, a marmita na mão. De andar entre as mesas, de ouvir as palavras..." y hace resonancia en su cuerpo ultrajado: "...de sentir os olhos carregados de intenções...". Las miradas deseosas que la corrompieron de a poco le empapan la cara. Se desespera, se da asco. Amanece y Catarina Da Seis se deja ser pura hasta que venga la noche.   

domingo, 29 de abril de 2012

Nuestros lectores escriben cuentos

Una nueva escritora nos ha enviado sus cuentos. Se trata de Ana Casset, una joven guionista que escribe pequeños relatos en sus escasos momentos libres. Entre guión y guión,  encuentra un ratito para hablar con su propia voz. Y suena muy bien.

Les recordamos que pueden enviar sus cuentos a: 


 Motivo: Nuestros lectores escriben cuentos

Ana Casset: Historias de 25 minutos


Tiempo en Nada

Los segundos pasan, pequeños, por medio de grandes agujas, imperceptibles y eternos, amontonándose de a muchos en  minutos.

Los minutos transitan a medio camino entre mucho y poco, entre la mirada, preludio de un beso, confirmación que todo lo no dicho está ahí y la congoja del ultimo tren partiendo. Se apelotonan en rincones iluminados y se dejan contar con largas agujas.

Las horas discurren o se sientan a esperar, ellas  prefieren espacios aireados donde poder ventilarse y dejar de existir en paz, mientras sus hermanas entran al mismo cuarto para desaparecer.

En el tiempo que se va y que está, el que viene, en las mínimas eternidades cotidianas, hay una que resuena sorda en el mundo, que es una hora en particular, con todos sus segundos  y  minutos, entera, ahí para tomarla de la mano y disfrutarla.

Esta hora se escabulle a los rincones y mientras nos esperamos muestra espejos que replican imágenes soñadas. Cuando es el turno de ella, la realidad se hace presente y sólo nos queda el hedor de frituras, comidas al paso, pesadez, presura y la mentira de saber que hay horas cortas, casi como segundos. 



Obviedad 
Le teme a la ceguera, la locura y la muerte; así anda, no viendo lo obvio, perdiendo la cordura en los cordones de las veredas y deshaciéndose en estelas de humo con cada brisa cálida.
Se pierde en el tiempo, en las miradas ajenas, en los paisajes extraños.
Así solo recuerda un amanecer de luna llena sobre un río amplio una tarde de verano al anochecer.
 Un violeta irreal la atrapa y queda sin miedo levitando, la deglute. 
La devuelve temeraria, con la vista en los pequeños detalles, adicta y vital está en los cabellos.
Gasta el tiempo, los ojos, las venas.
Ya no recuerda quién es, qué hace, qué piensa. 
Se mece sola en un amanecer de sol, mientras la luna nueva se acuesta. 

martes, 27 de marzo de 2012

¿Qué leen los autores? Alejandro Manara / Escritor

A los quince años descubrí a Borges y de la mano de él surgió mi interés por los clásicos. Cuando terminé el secundario me fui a Londres y durante varios años fui lector diurno y salía a descubrir el mundo por la noche. Lamento que sea una obviedad tener que admitir mi deslumbramiento, con diferente intensidad, ante Tolstoy, Turguenev, Chejov, Hemingway, Kerouac, Faulkner, S. Fitzgerald, Joyce y Proust. Como además estudiaba letras hispanoamericanas, volví al Quijote y también conocí a los grandes críticos como Auerbach, Praz, Norbert Elias, Steiner y Barthes, pero fue la poesía de los modernistas norte-americanos, Stevens, Williams, Cummings y Pound que me impulsó a la escritura y por culpa de Pound terminé más de un año en Tokio.

Los viajes me acercaron a los diarios y a las memorias de escritores: recordando a Borges me acerqué a Boswell, pero al Journal of the Grand Tour, después a Casanova y el Viaje a Italia de Goethe. Proust me presentó las Mémoires de Saint-Simon. En Milán descubrí  los diversos textos autobiográficos de Stendhal, donde prima su apasionamiento por Italia: los prefiero a sus novelas. Cuando circulaba por Lejano Oriente le encontré sentido a Ways of Escape y A Sort of Life de Graham Greene. Mas recientemente transité: The Japan Journals: 1947–2004 de Donald Richie y los diarios de Robert Musil.

Es curioso porque en el fondo siento que mis intereses no han cambiado mucho, sino lo que puede haber cambiado es el ángulo desde donde miro las obras que adoro. Por una novela que escribía recientemente releí episodios de batallas de Guerra y Paz para entender el alma de un hombre sometido a los disgustos de un conflicto bélico.

De la misma forma que uno se puede hacer amigos nuevos después de los 40s, también aparecen textos cautivantes: The sea de John Banville, la trilogía de Agota Kristof. The Last Samurai de Helen DeWitt, los ensayos sobre escribir biografía de Richard Holmes,
y luego The Fly-Truffler de Gustav Sobin y The Lady and the Monk de Pico Iyer.

Para la isla desierta llevaría Austerlitz de Sebald, el capítulo de la biblioteca del Ulises de Joyce, el capítulo de Madame du Chastel de Mimesis de Auerbach, los Diarios de Kafka, Le temps retrouvé de Proust, Quer pasticciaccio di via Merulana de C.E. Gadda, el Journal de Stendhal, El libro de la almohada de Sei Shonagon, Il Gattopardo de Tomasi di Lampedusa, Everything That Rises Must Converge de Flannery O'Connor, cuentos de I.B. Singer, Tales of the Hasidim de Martin Buber, Curso de Literatura Europea de Nabokov, cuentos de Isaac Babel y de Damon Runyon y Madame Bovary de Flaubert.



Biblioteca portátil

Humo, Primer Amor y Suelo Virgen de Turgueniev
En la carretera de Kerouac
Los mejores cuentos de F. Scott Fitzgerald
Dublineses y Ulises de James Joyce

Mimesis de Erich Auerbach
Después de Babel y Extraterritorial de George Steiner

Personae de Ezra Pound
Antología bilingüe de William Carlos Williams
Poemas de E.E.Cummings

Vida de Samuel Johnson de James Boswell
Viaje a Italia de J.W. Goethe
Una especie de vida y Vías de escape de Graham Greene

El mar de John Banville
Claus y Lucas de Agota Kristof
El séptimo samurai de Helen Dewitt

El zafarrancho aquel de Via Merulana de Carlo Emilio Gadda
Cuentos completos de Flannery O'Connor
Un amigo de Kafka y otros relatos y Cuentos de Isaac Bashevis Singer
Cuentos Hasídicos de Martin Buber
Caballería Roja de Isaac Babel



Biografía

Nació en Buenos Aires. Cursó estudios literarios en el King’s College, de la Universidad de Londres en donde obtuvo una licenciatura (1976). Entre 1978 y 1984, vivió en Tokio, Barcelona, Palma de Mallorca, Milán y Paris. En París lo contrató un banco que lo mandó a Buenos Aires, pero a los 22 meses abandonó para abrir Cook & Bardelli, un bistró de comida casera, cuando Buenos Aires era casi un páramo gastronómico. En aquella época colaboró con el Cronista Cultural. En 1993 ingresó al Literature Program de Duke University, que Fredric Jameson dirigía. Su tesis doctoral se ocupa de los relatos autobiográficos de los cubanos norteamericanos. En Duke enseñó una variedad de cursos de literatura y cine. Desde 2001, otra vez en Buenos Aires, da clases de literatura para extranjeros en la U. de Belgrano y en la U. T. Di Tella y se dedica a escribir ficción y traducir del inglés y del italiano, entre otros, los ensayos de Leonardo Sciascia  dedicados a Stendhal y la correspondencia de R.L. Stevenson y Henry James y la de Svevo con Joyce. Es el autor de Pasión de Fondo (Mondadori, Buenos Aires, 2006) Bebiendo Tristes, Bailando Graves  (Juan Pablos Editor, México, 1998) y Tigre Hotel (Planeta, Buenos Aires, 1993).
 
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