A mi hijo Santiago
Un hombre de unos 40 años estaciona el auto delante de una casa señorial venida a menos y observa la fachada. Unos instantes después, el ruido del motor lo arranca de sus pensamientos.
Al bajarse, el viento le produce un escalofrío y se cierra la campera. La vieja casa le trae recuerdos. Tantos...
Su mirada se detiene, entonces, en una de las ventanas superiores. Sonríe con melancolía.
“Marcelo… Marcelo… Marcelito, ¿qué vas a hacer cuando seas grande, hijo…?”
“Ehhhhhh, no sé, abuelo…, ¿por…?”
“¿No te gustaría ser escritor…?”
“¿Escritor…? ¡Y yo qué sé! Falta mucho para eso, abu…”
“No, Marcelito, no falta mucho… Andá pensando, hijo, todo llega…, andá pensando.”
“Bueno, abu, lo voy a pensar… ¿Por qué? ¿Vos querés que yo sea escritor…?”
“Y…, sería lindo…, yo tengo muchas historias para contarte…, después vos las escribís y te hacés famoso…”
“¡Uy, qué bueno, abu…! Dale, voy a buscar un lápiz y un cuaderno y empezamos, ¿querés…?”
El hombre tiene los ojos vidriosos. Pestañea. Una lágrima le deja un surco en el rostro.
El viento lo hace estremecerse otra vez. Mira el jardín que hay delante de la casa, es pura tierra, sólo hay algunos árboles raquíticos. Entonces saca un bolso y una mochila del baúl y se dirige hacia la entrada.
El hombre trata de acostumbrar la vista a la oscuridad interior. Las ventanas conservan sus pesados cortinados. Al acercarse a la escalera de madera, ve que los peldaños están bastante deteriorados. Prueba uno, dos, tres… Esquivando las tablas sueltas, va a tener que arreglarlas. Y recorre la planta baja.
El hombre sigue avanzando en la semipenumbra. Llega a la cocina y comienza a estornudar. Una, dos, tres veces. Hay olor a encierro y él es alérgico. Lo que se suma a cierta tensión que registra en todo el cuerpo desde que entró a la casa.
Entonces, el hombre abre la canilla y deja correr el agua… Pero se decide por el termo, y traga un antihistamínico con algunos sorbos de café.
La poca luz que entra por la ventana va menguando.
“¿Y si escribimos una de terror, abu…? ¿Tenés historias de terror…?”
“Para eso está la vida, que más terrorífica no puede ser.”
“Ay, abu, ¡al final mamá tiene razón!”
“¿En qué, Marcelito?”
“En que la vida es terrorificante…”
“Terrorífica, Marcelito, te-rro-rí-fi-ca.”
“Bueno, da lo mismo… ¿Entonces no tenés historias de ésas…?”
“¿De cuáles?”
“De las de monstruos, fantasmas…, y todo eso.”
“Sí, algunas… Pero si te las cuento, tu mamá me mata… Va a salir con que no podés dormir…”
“Dale, abu, te juro que duermo… Te juro que no le cuento nada a mamá… ¡Dale, porfiiiiiiiiiiiiii!”
“Bueno, pero no vayas a contarle, ¿ehhhh? ¿Prometido…? Ahí va…”
El hombre se dirige al escritorio y sopla. Al ver la nube de polvo, salta hacia atrás. Y manotea el celular que chilla. Es su mujer…
Sí, la atmósfera resultó propicia para escribir el cuento de terror que viene postergando.
Porque el hombre, finalmente, escribe…, pero novelas históricas, las de capa y espada. Esas que requieren años de investigación.
Lo del cuento de terror es una asignatura pendiente. ¿Con su abuelo tal vez…? Que le contaba aquellas historias de Alí Babá, justo cuando se cortaba la luz…
O aquellas otras de Sandokán, cuando se iba de campamento y había luna llena…
O peor aún… Aquéllas de Godzilla, cuando Marcelo estaba aprendiendo a nadar en la pileta y no hacía pie.
Pobre viejo…, había terminado en un geriátrico, sin enterarse de que Marcelo…, Marcelito…, finalmente se había dedicado a las letras.
Pero no se había hecho famoso… Y no había escrito historias de terror…
Hasta ahora.
El hombre mira la computadora. Es una portátil que trajo en la mochila. Y juega con su encendedor...
Pero ya no fuma. Dejó de hacerlo cuando le detectaron cáncer a su padre y en un año se murió. De eso hace un montón, mejor no acordarse.
Bebe café despacio.
Y comienza a escribir.
“Marta y Jaime están en el living. Es de noche. Marta comenta que el novio de Isabel está dando los primeros pasos como escritor.
Y de pronto se escucha un ruido extraño en el jardín. Marta corre al teléfono mientras Jaime toma el revólver del cajón del escritorio, cuando la puerta del frente se abre con violencia.
Un par de hombres entran y les disparan a quemarropa. Jaime y Marta caen. Se escucha la sirena de la policía mientras los ladrones escapan por la parte trasera de la casa.
Jaime toma la mano de Marta, quien parece estar muerta.
El ha perdido mucha sangre y se desmaya.”
El hombre bebe café y mira fijamente la pantalla. Retoma la escritura.
“Jaime está en su habitación, casi en penumbras, en una silla de ruedas. Está muy deteriorado. Isabel entra y enciende la luz. Y le dice a su padre muy angustiada que debe recuperarse porque ella lo necesita, porque su madre se lo merecía, porque…
Pero Jaime tiene la vista perdida, no la escucha…
Y seguramente no volverá a hacerlo.”
El hombre intenta grabar lo que escribió. Una, dos, tres veces… Pero la computadora no le responde. Vuelve a intentarlo. Una, dos, tres veces… Pero tampoco.
Se acerca al sillón y saca un pequeño grabador de la mochila, de esos de periodistas.
Graba unas palabras. Prueba una, dos, tres veces… Y con la boca pegada al micrófono, lee el texto que acaba de escribir. Lo escucha… Una, dos, tres veces.
Satisfecho, el hombre sube la escalera. Esquivando las tablas sueltas…
Cuando comienza a aparecer algo en la pantalla.
Es de noche. El hombre se asoma desde la baranda del piso superior, está en bata y siente frío. Estornuda. Observa un par de minutos el living y baja con cuidado.
Esquivando las tablas sueltas…
Al acercarse al monitor, frunce el ceño. Lee: “Marta está de regreso”. ¿¿¿De regreso de dónde…???”, y hace un montoncito con la mano.
Pero no hay nadie, no se escucha nada. Está desconcertado.
Y, nervioso, vuelve a jugar con el encendedor.
El sonido del teléfono lo sobresalta. Una, dos, tres veces… El hombre se levanta y al tomar el auricular, cortan.
Molesto, retrocede con vacilación, como dándole una segunda oportunidad al arrepentido.
Pero no. Y comienza a leer el texto de la computadora… Pintado de bermellón.
“Marta corre al teléfono mientras Jaime toma el revólver del cajón del escritorio, cuando la puerta del frente se abre con violencia. Un par de hombres entran y apuntan a Jaime, pero Marta lo empuja y una de las balas apenas lo roza.
Al escucharse la sirena de la policía, los ladrones huyen por la parte trasera de la casa.”
El hombre no lo puede creer. Relee… Una, dos, tres veces… Levanta la vista y observa a lo lejos…
Hacia la oscuridad del pasillo que da a la cocina, que una vez más vuelve a ser fantasmagórico… Si su abuelo lo escuchara…
¿Cuántas veces jugó a las escondidas con sus primos en esos recovecos y el abuelo cortó la luz…? ¡Con la total desaprobación de mamá, por supuesto!
Sobre todo cuando el abuelo abría la puerta que da al parque para ponerle más misterio a la cosa…
“¿Y si entra Alí Babá…? ¿O Sandokán…? ¡¡¡O Godzilla!!!”
“Pero no seas cagón, ¿querés…? El problema sería Godzilla, pero yo no veo agua, ¿vos sí?”
Y, sí… El pasillo vuelve a ser fantasmagórico… Pero por qué otra vez… ¡Por qué ahora…!
Sin encontrar respuestas, el hombre “trata” de no perder la calma y revisa. La puerta de entrada está tan cerrada como a la tardecita… Cinco horas atrás.
Nada ha cambiado desde las seis de la tarde.
Y sin previo aviso, el hombre siente un viento gélido en la nuca. Se estremece y gira en cámara lenta. Nada se acerca desde la oscuridad del pasillo.
Entonces elimina lo que lo desafía desde la pantalla de la computadora y la apaga. Se sienta en un sillón con la vista fija en dirección de la cocina, que a cada minuto le resulta más infranqueable.
El velador encendido le permite controlarse.
“Abu…, ¿te dormiste…?”
“Mmmmmmm…”
“Abuuuuu, te estoy hablandoooooo…”
“Séeeeeeeee…”
“¡¡¡Abuuuuuuuuu!!!”
“¿¿¿Qué queréeeeees, pendejooooooo…???”
“Hay fantasmas, abu…”
“Marcelito, ¿para eso me despertaste…?”
“Andá, sé bueno, abu, revisá el armario…, andá…”
El hombre se despierta a medianoche pues escucha un portazo. ¿¿Está a oscuras??
Tantea en la mesita y enciende el velador. Frunce el ceño.
Mira hacia la puerta de entrada, el pasador no está puesto.
Y escucha un murmullo que viene de la cocina.
El hombre se acerca al cajón del escritorio, saca el revólver (al igual que Jaime) y le quita el seguro. Se para en la boca del túnel negro y acciona el interruptor. Pero nada…
Sus piernas se aflojan y duda unos instantes, que parecen eternos, sin saber qué hacer. Entonces…, apuntando a la oscuridad, comienza a avanzar… Agita la mano libre ahuyentando viejos fantasmas, sin ver nada.
Y al doblar por el pasillo, alguien lo está esperando…
Es su figura reflejada en un espejo. La ventana que da al parque trasero deja entrar la luna. Y otra vez el murmullo… Que viene de la habitación de servicio.
Nuevamente prueba con el interruptor. Pero tampoco. La luna le muestra un montón de cosas allí arrumbadas.
Una cama con su elástico, un colchón despanzurrado, un caballito de madera, libros y revistas apilados…
Y la casa de muñecas de su madre.
El hombre se acerca temeroso y el murmullo cesa. Entonces, con el corazón saltándosele del pecho, mira adentro… Pero no ve a nadie. Sus palpitaciones están al límite.
Y vuelve sobre sus pasos hasta la cocina. Donde la enredadera tapa los vidrios. Lo que le permite ver apenas. Prueba la puerta, que está firme. A trasluz adivina la reja sólida… Y se distiende algo.
El hombre apoya el revólver y toma agua de la canilla. Ahora no le preocupa, no está para minucias… Tiene que enfrentarse a Alí Babá… A Sandokán… “Pero a Godzilla no…” se escucha decir.
Al cerrar la canilla percibe el sonido del teclado de su computadora. Con la garganta hecha un nudo, tantea el revólver sobre el mármol pero no está.
Sin importarle ya nada, toma un cuchillo de vaina gruesa y afilada, el que la abuela usaba para las milanesas. Justo ése.
Y se dirige a la batalla final…
El hombre se lanza blandiendo su improvisado puñal. La luz del velador lo hace correr a su encuentro. Desbocado, se acerca al monitor. Lee.
“La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas… La silla de ruedas de Jaime…
Entonces, el escritor levanta la vista y lo descubre detrás de la baranda del piso superior. Está empuñando el revólver…
Jaime dispara, y el escritor describe una curva perfecta hacia atrás… Y cae al piso, muerto.”
Entonces…
La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas… La silla de ruedas de Jaime…
Al hombre le cuesta respirar, el terror lo invade. Se le escurre el cuchillo entre los dedos… El ruido del metal contra el piso es como si toda la batería de cocina se hubiera estrellado junta.
Desesperado, se arroja sobre el escritorio, arranca el casete diminuto del grabador, mira hacia arriba.
Y le muestra el casete a Jaime en forma amenazante, quien lo observa inmóvil, desde la baranda, apuntando el revólver, el revólver de Marcelo...
El hombre acerca el encendedor al casete diminuto y lucha con la ruedita. Una, dos, tres veces… Y al poner en contacto el casete con la llama se escuchan los gritos desgarradores de Godzilla.
Las palabras de la pantalla danzan frenéticas. Suena un disparo y un golpe seco... Algo pesado cae al piso.
El escritor está sentado al escritorio. Isabel le hace masajes en los hombros…
Pero no es Marcelo, Marcelito, el hombre…
Es el otro escritor, el novio de Isabel…, que mira fijamente la pantalla de la computadora mientras juega con el encendedor.
Selva Circe Ferrari