viernes, 15 de abril de 2011

¿Qué leen los autores? Guillermo Saavedra / Escritor y editor


¿Qué leen los autores? Guillermo Saavedra / Escritor y editor

¿Quién no ha sido alguna vez enfrentado a la amable exigencia de elegir los diez mejores libros, filmes, cuadros, óperas o goles de la historia? En tales casos, siempre me he preguntado por qué diez y no siete o, mejor aún, trece y, de ese modo, evitar la tentación del decálogo y sostener la ilusión de que uno está más cerca de la cábala que del canon. Imagino, pues, que tal libertad me es concedida y postulo, con alegre y salvaje arbitrariedad, mi propia lista de trece libros que, por diversas razones, hoy pondría por encima del resto, sin resignar el derecho a modificarla el mes que viene, o el año próximo, según el tiempo y las circunstancias vayan moldeando mi apetito:

1. Ante todo, el Quijote, a cuyo universo único, lleno de imaginación, gracia y profunda piedad por sus personajes mi padre me acercó cuando yo era un niño, insinuándome, un poco en broma pero no del todo, que un lejano parentesco nos unía al formidable autor de la primera y más moderna de las novelas modernas.
2. Las Soledades de Góngora, un planeta sonoro y rítmico que me permitió descubrir la riqueza, la musicalidad y el misterio de la lengua española.
3. La Divina Comedia, monumento poético, estético e ideológico irrepetible, culminación del dolce stil nuovo italiano y prueba de que la poesía puede proponerse construcciones ambiciosas y de gran aliento.
4. En busca del tiempo perdido, esa gran expedición por la terra incognita de la percepción y la memoria.
5. La Trilogía de Beckett –Molloy, Malone muere y El innombrable–, seguramente un non plus ultra de la escritura y una de las expresiones más reveladoras de la crisis del sujeto durante el siglo veinte.
6. Ficciones, desde ya, compendio de genialidad arbitraria y sabiduría erosiva donde brilla el mejor Borges.
7. El astillero, de Juan Carlos Onetti, sin dudas la máxima expresión del mundo propio, y al mismo tiempo inequívocamente rioplatense, del gran maestro uruguayo.
8. Pedro Páramo, de Juan Rulfo, un limbo en el que muertos y vivos dirimen los conflictos de una comunidad mítica y a la vez perfectamente verosímil.
9. Los Ensayos de Montaigne, fundadores del género al que incluso dan nombre, suerte de teatro de la subjetividad convertida en ley y en piedra de toque de la intuición.
10. Rey Lear de Shakespeare, quizá otro ejemplo radical de lo que puede hacer la más alta poesía dramática en su afán de dibujar la dolorosa aventura del sinsentido de la existencia.
11. Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, cabal demostración de que la filosofía puede ser una experiencia renovadora del pensamiento sin renunciar a la belleza literaria.
12. El ruido y la furia de William Faulkner, la más shakespeareana y sinfónica manifestación del genio del narrador estadounidense.
13. Las Mil y una noches, quizá el libro de los libros, maravillosa caja china de relatos que perfectamente podría encabezar esta lista.

Desde luego, esos libros me marcaron como persona, como lector y, sin dudas, como futuro escritor. Y, si se me pemitiera ser aún más exhaustivo en este sentido, agregaría, traspasando ya los límites de toda discreción posible: en poesía, Trilce de César Vallejo, Altazor de Vicente Huidobro, En la masmédula de Oliverio Girondo, los Sonnets of Desolation de Gerard Manley Hopkins, la Poesía reunida de Wallace Stevens, La tierra baldía de T. S. Eliot, el Cuaderno del bosque de pinos de Francis Ponge, los sonetos de Petrarca, de Garcilaso y de Quevedo, el Martín Fierro, la poesía heteronómica de Fernando Pessoa y, entre muchos otros, Las flores del mal de Charles Baudelaire. En el ámbito del ensayo, los Ensayos críticos de Roland Barthes, Mímesis de Erich Auerbach, El espejo y la lámpara, de M. H. Abrams, La cabeza de Goliat de Martínez Estrada y el Facundo de D. F. Sarmiento. En narrativa, los Cuentos de Chejov, Los Papeles de Pickwick de Dickens, Bouvard y Pécuchet de Flaubert, La cartuja de Parma de Stendhal, Las armas secretas de Cortázar, La pasión según GH y varios de los cuentos de Clarice Lispector y, también entre muchos otros libros, el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. En teatro, la lista sería aún más frondosa, e incluiría tragedias clásicas como Edipo Rey y Antígona de Sófocles, las comedias de Aristófanes y de Plauto, Hamlet y La tempestad de Shakespeare, El avaro de Molière, Leonce y Lena de Büchner, Peer Gynt de Ibsen, Tío Vania de Chejov y Krapp o la última cinta magnética de Beckett.

En las imaginarias antípodas del gusto, la memoria no puede dejar de recordar, siquiera vagamente, aquellos libros que han merecido nuestra condena. Me pregunto si vale la pena sostener activo ese infierno libresco en el disco duro de nuestra conciencia. Quizá convenga relegarlos al olvido y, sólo a modo de consigna general, exponer los criterios que nos llevan, por un principio de higiene mental, a evitar volver a ciertos libros. En mi caso, me niego a releer aquellos títulos que subestiman al lector, los que creen que la literatura o, en un sentido más amplio, la escritura, pasa por los temas, los argumentos y las ideas al uso y no por una relación de compromiso con el lenguaje y con la forma. Los que intentan seducir con demagogia, golpes bajos o el recurso a lo que supuestamente está de moda o es considerado política y estéticamente correcto.

Ahora bien, cuando evoco la época en que leí por primera vez muchos de aquellos bueno libros de los que hablaba al comienzo, me asalta la vaga nostalgia de un privilegio que he perdido hace mucho: el poder entregarme despreocupadamente a la lectura de un solo libro por vez. Desde hace años, la lectura es para mí una actividad múltiple y simultáneamente diversificada, una suerte de adulterio o poligamia forzosa que me lleva a convivir al mismo tiempo con libros que debo frecuentar por motivos de trabajo y con otros que leo y releo por puro placer. En estos días, sin ir más lejos, comparten mi mesa de luz, por motivos profesionales, las memorables Lecciones de literatura rusa de Vladimir Nabokov, recientemente reeditadas; Todo es silencio, una muy interesante novela del español Manuel Rivas; y El crepúsculo de un ídolo, la controvertida revisión de la vida y la obra de Freud a cargo de Michel Onfray. Y, por puro placer, los Cuentos completos de Katherine Ann Porter, auténtica maestra del género a quien debía una relectura; Imágenes de una novela, volumen que reúne algunas piezas teatrales de Luis Cano, uno de los dramaturgos argentinos más inteligentes y originales de la actualidad; Contraluz, una novela sustanciosa, genial y de largo aliento, como es habitual en él, de Thomas Pynchon, a la que sólo ahora puedo ir hincándole el diente; y una reedición de Sudeste de Haroldo Conti, el más reciente libro que he comprado, para releerlo y regalarlo a alguien que quiero mucho, y compartir con esa persona el placer de haber leído una de las grandes novelas argentinas.

Leer es una forma particular, virtual, de escribir, en nuestra conciencia, los libros que otros soñaron, como el intérprete que, al ejecutar una partitura, confiere auténtica existencia a la música concebida por el compositor y que, hasta ese momento, se encontraba en una suerte de estado de latencia. Lo que llamamos escribir tal vez no sea otra cosa que el reverso de esa experiencia. Escribimos, quizá, para instalar en el mundo aquellas historias, versos, ideas y ritmos que no encontramos ya escritos en ningún libro ya existente. Y, de ese modo, ampliamos el círculo que algunos llaman tradición y yo prefiero, aquí, por un momento, imaginar como una conversación a través de los siglos.
Por eso mismo, creo que no volvería a reescribir un texto mío. Uno continúa escribiendo nuevos libros precisamente por esa suerte de efecto de fuga hacia adelante que supone siempre la escritura. O, como suele decir César Aira, “para corregir los errores cometidos en los libros anteriores”. Me gustaría, eso sí, volver a sentir la plenitud, la mezcla de convicción y vértigo que me envolvía, o me acompañaba, mientras escribía El velador.

Biografía del autor


Guillermo Saavedra (Buenos Aires, 1960) es un poeta, editor y crítico de extensa y reconocida trayectoria.
Se ha desempeñado como editor responsable en la casas Aguilar-Altea-Taurus-Alfaguara, Manantial, Tusquets, Atril y Losada. Y, como periodista cultural, ha sido uno de los directores de la recordada revista Babel, editor de los suplementos culturales de La Razón, Clarín y La Nación, director de las publicaciones del Teatro Colón y corresponsal del suplemento cultural de El País de Montevideo,
Ha publicado los libros de poesía Caracol (1989), Alrededor de una jaula. Tentativas sobre Cage (1995), El velador (1998), La voz inútil (2003) y Del tomate (2010), los libros de poesía para niños Pancitas argentinas (2000) y Cenicienta no escarmienta (2003), una recopilación de algunas de sus entrevistas con narradores argentinos: La curiosidad impertinente (1993) y numerosas antologías, entre las que se destacan: Cuentos de historia argentina (1998), Cuentos escogidos de Andrés Rivera (2000), La pena del aire (poemas de Ricardo H. Molinari, 2000) y El placer rebelde (antología de la obra narrativa de Luisa Valenzuela, 2003). Su poesía ha sido traducida al alemán, inglés, portugués e italiano e integra numerosas antologías publicadas en la Argentina y el extranjero. Ha recibido, entre otras distinciones, la beca de la John Simon Memorial Guggenheim Foundation en el rubro poesía.
Fondo de Cultura Económica publicó recientemente La casa encontrada, poesía reunida de Roberto Raschella, con prólogo de Guillermo Saavedra.
Actualmente, se desempeña como director de publicaciones del Complejo Teatral de Buenos Aires y es el director de la revista de cultura Las ranas.

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