Creo que mi relación con los libros la mantengo desde que tengo memoria. Lo primero que recuerdo es sostener un libro entre las manos en silencio y mirar cada una de las páginas por unos minutos. Todavía no sabía leer, me moría de ganas, y creía que en ese gesto que les copiaba a los mayores estaba leyendo. Ya de más grande me inicié con la colección Robin Hood (la clásica, la amarilla) que estaba en la casa de mis abuelos. Pasaba tardes enteras en la habitación en la que estaba la biblioteca, leyendo aventuras y clásicos adaptados (versiones que en algún momento me gustaría volver a mirar, para ver realmente qué fue lo que leí). También me acuerdo que en casa, mis papás estaban suscriptos al Círculo de Lectores, una especie de “Avón” de los libros que entregaba a domicilio lo que uno elegía de una revista mensual de novedades. Ahí también me moría de ganas. Hasta que una vez dejaron que eligiera y me decidí por El libro de la selva, de Kipiling. Ese fue mi primer libro. Después llegaron las típicas lecturas adolescentes y las “comprometidas”: Juan Salvador Gaviota, El principito, Las venas abiertas de América Latina, La metamorfosis, Crimen y castigo, El túnel, El diario del Che en Bolivia, etc., etc., son algunas de las que más recuerdo –todo bien mezclado, como tiene que ser a esa edad. Pero la cosa realmente cambia cuando conozco y trabo amistad con un grupo de libreros del barrio. En la Boutique del libro de San Isidro, Fernando Pérez Morales me pasa otro tipo de lecturas. Todo arranca con Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, de Thomas de Quincey. De inmediato entendí la diferencia entre libros y literatura. El libro como un objeto, la literatura como una forma de entender el mundo (de leerlo). Entonces comencé a estudiar Artes y Letras en la Universidad de Buenos Aires, y a trabajar como librero en la misma Boutique. Y viéndolo ahora, en retrospectiva, puedo entender que en mi formación como librero (que fue mi primer contacto “profesional” con el libro), ya se perfilaba cierta idea de entender la edición, o, por lo menos, lo que yo entiendo como figura de editor: un monstruo de dos cabezas que piensa a la vez en términos de libros y de literatura. Básicamente, un esquizofrénico que debe tener en cuenta gustos, pasiones y números (cabeza y corazón, como quien dice). Y todo eso, que hoy conforma lo básico de mi día a día laboral, lo entendí primero como librero. Después llegaron la crítica en medios gráficos (durante casi siete años dirigiendo Los Inrockuptibles), un breve paso por la docencia y, finalmente, mi actual trabajo como editor en el Grupo Planeta, al que fui convocado por el enorme voto de confianza que puso en mí (que no estaba relacionado para nada con el “mundillo” editorial) Ignacio Iraola, director del sello.
Mi primer contacto con la edición fue bastante particular. Arranqué ayudando a algunos amigos que escribían: metía mano y aconsejaba desde la más pura intuición en libros que me gustaban, nada más. Es decir, que no hubo un “primer” libro editado. De esa época, los que más me acuerdo son Tabla periódica, de Carolina Jobbagy, Aún, de Mariano Dupont y Folc, de Diego Caggiano. Ya para Planeta, fue muy bueno poder trabajar con escritores que siempre me gustaron, como Federico Jeanmaire (fue todo un momento cuando trabajamos en la reedición de Desatando casi los nudos, su primera novela que había publicado a fines de los 80), María Negroni, Paula Pérez Alonso y Juan José Becerra. Todo esto entendiendo la edición en términos de trabajo textual, es decir, en ese contacto directo con los originales de los autores y con su escritura. Porque en un nivel en el que la edición pasa por términos más comerciales, el primer libro del que me siento enteramente responsable como editor es, curiosamente, uno de cocina: Comer y pasarla bien, de Narda Lepes. Fue el primer libro que sumé como idea, desarrollé y seguí en su dinámica comercial en las librerías. Por suerte, fue una muy buena experiencia, en todo sentido.
¿Cuál es el rol del editor? En mi corta experiencia de lleno en el mercado (hace tres años que trabajo para Planeta), llego a entender que el editor debe ser, ante todo, alguien criterioso. Por un lado, en el trabajo sobre los textos, la idea es optimizar el libro con el que trabaja respetando siempre –pero siempre– la idea del autor. Se puede sugerir, se puede proponer, pero nunca el trabajo del editor debe entrar en roces con el del escritor. Hay que acompañar, nada más –y nada menos– y en ese sentido, el modelo de editor que más me entusiasma, y que tomo como referencia, es el de la “vieja guardia” –que cada vez se ve menos. Tipos como Alberto Díaz, por ejemplo, con quien trabajo, son verdaderos maestros de lo que debe ser un editor. Hay una frase que alguna vez dijo un autor, que resuena mucho en la editorial, y que me parece que resume todo esto de manera bastante clara: “Para ustedes es un libro más, para mí es ‘mi’ libro”. Esa es la ecuación editorial entre autor y editor. Es así, no hay dudas. Por otro lado, está todo lo que hoy en día se denomina –de manera bastante ocurrente, por cierto– “ingeniería editorial”, y que tiene que ver más con el desarrollo de proyectos especiales y comerciales en los que no hay tanto trabajo con un autor y su obra. Ahí me parece que es importante que el editor esté atento a tendencias generales que van más allá de la industria editorial y que se pueden condensar en formato libro. Porque en esta clave, el libro ya suena más como soporte –como objeto– de propuestas bien disímiles que no tienen que ver (la mayoría de las veces) con la literatura. Pero, sinceramente, creo que con ese trabajo de “ingeniería” se pueden planificar o proyectar libros de un éxito de ventas relativo o medianamente satisfactorio. El gran best seller, “ese” libro que vende ciento de miles de ejemplares, está más ligado a una cuestión de suerte, y hasta me atrevería a decir que de casualidades. Ese tipo de libros creo que son bombas que le explotan al editor en donde menos se las espera.
De lo que se viene con respecto a mi trabajo, y que en parte puede ser considerado como proyecto editorial, me entusiasma una serie de cuentistas (no es una antología, sino que cada uno de ellos sale con su libro) que estamos sacando entre este año y 2010. Son escritores que realmente me gustan: Mariana Enriquez, Oliverio Coelho, Samanta Schweblin y Federico Falco. También vamos a publicar a Gustavo Ferreyra con una novela, Piquito de oro, y a Laura Ramos con un libro bastante particular: Historias de chicas, una suerte de semblanzas de mujeres que ponen en juego el tema del género desde lugares bien distintos.
Mis lecturas actuales. Debo decir que son los libros que están sobre mi mesa de luz y los que cargo en mi cartera, los que leo en mi tiempo libre. En ese sentido, por estos días me rodean El mar, de John Banville (hacía rato que no leía una novela con una carga poética tan fuerte); Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson; Senior Service, una muy buena biografía de Giangiacomo Feltrinelli editada hace unos cuantos años por Tusquets; Escuchar a los muertos con los ojos, de Roger Chartier, una historia de “lo escrito” en la cultura moderna, y Tokio Blues, de Haruki Murakami. Por otro lado, algunos libros locales me dieron muchas satisfacciones en el último año: Ida, de Oliverio Coelho, Las anfibias, de Flavia Costa (tan intenso, tan personal y tan “nuevo”), Frío en Alaska, de Matías Capelli (un muy lindo debut), la biografía de Osvaldo Lamborghini escrita por Ricardo Strafacce y publicada por editorial Mansalva y La intemperie, de Gabriela Massuh. De los escritores que no había leído nunca, y que descubrí no hace mucho, los que más me gustaron fueron, curiosamente, dos alemanes: Georg Buchner (1813-1837) con Lenz, un texto bien decimonónico que es considerado por la historia de la psiquiatría como la primera descripción exacta de la esquizofrenia, y Max Frisch (1911-1991). De él me atrevo a recomendar dos novelas: Homo Faber y Montauk. También tengo siempre a mano mis libros fetiches, esos a los que vuelvo todo el tiempo: Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes (en realidad, todo Barthes) y Semblanza, la compilación de textos de Alejandra Pizarnik hecha por el Fondo de Cultura Económico son dos “oráculos” de consulta permanente. Facundo, de Sarmiento. Siempre algún Burroughs, algún Thomas Mann (La montaña mágica, mejor). Mil mesetas, de Deleuze y Guattari, Ensayos sobre las visiones de fantasmas, de Schopenhauer, Saturno y la melancolía, de Erwin Panofsky y Raymond Klibanski. Y siempre, pero siempre, algún Saer: Nadie nada nunca, uno de mis libros más queridos. Y también, la biblia de la cultura rock: Rastros de carmín, de Greil Marcus, un ensayo que rastrea y conecta los orígenes del punk con el situasionismo de Guy Debord, publicado por Anagrama.
MARIANO VALERIO nació en Buenos Aires, en 1970. Estudió Artes y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como librero entre 1993 y 1999. Dirige Los Inrockuptibles, la versión argentina del semanario francés desde el año 2000, y colaboró como crítico de música y libros en diversos medios locales y extranjeros. Desde 2006 es editor del Grupo Planeta para los sellos Planeta, Emecé y Seix Barral.