Paula Pérez Alonso estudió periodismo y letras en Buenos Aires y Londres. Trabajó en la producción de programas de radio y televisión. Actualmente es editora de ficción y no ficción en Editorial Planeta. En 1983 publicó en colaboración un libro de cuentos, Hecho en taller. Su primera novela No sé si casarme o comprarme un perro (1995) fue un éxito de ventas y crítica en América Latina y España. En 2001 publicó El agua en el agua (Seix Barral) y El mundo de la edición de libros (Paidós, en colaboración). En octubre 2008 publicó Frágil, su tercera novela (Seix Barral).
Recomiendo la lectura de Guerra y paz de Tolstoi; todo Stendhal, especialmente La cartuja de Parma, Rojo y negro, sus diarios; Paul Valéry; Chejov y Carver; El amante de Marguerite Duras; la Odisea de Homero; Shakespeare (las ediciones de Norma cuyas traducciones estuvieron supervisadas por Marcelo Cohen son excelentes); El nacimiento de la tragedia de Nietzsche; Kafka; Borges; Hemingway para todo aquel que quiera escribir ficción; El gran Gatsby de Fitzgerald, como una de las novelas más perfectas; las novelas y los Nueve cuentos de Salinger; y entre los actuales a Sebald, especialmente Austerlitz; John Berger, tanto sus novelas como sus ensayos; John Banville, especialmente El mar; Elizabeth Costello de Coetzee; La posibilidad de una isla de Michel Houllebecq y Mal de escuela de Daniel Pennac, entre los franceses contemporáneos; los ensayos de Alessandro Baricco y su novela Seda; y dos escritoras que me impactaron muchísimo: Helen De Witt, una escritora formada en lenguas clásicas que en 2001 publicó una primera novela de 500 páginas que se llama The Last Samurai (que está en castellano y tiene su referente inmediato en la película de Kurosawa Los ocho samurai), es una genialidad, absolutamente excéntrica, y desde entonces no ha vuelto a publicar porque encuentra que lo que escribe no está a la altura de su primera novela; y Agota Kristoff en sus tres novelas cortas reunidas en un volumen por El Aleph llamado Klaus y Lucas (después de leerla es difícil encontrar algo que me cause tanto interés e impresión). Entre los argentinos nuevos, me sorprendieron Samanta Schweblin, Félix Bruzzone con Los topos, Hernán Ronzino con La descomposición y Matías Capelli con Frío en Alaska. Los libros que uno recomienda son aquellos que nos han causado una impresión imborrable, nos han modificado: una no es la misma después de haberlos leído, han sido una verdadera experiencia. También recomiendo El placer del texto, Fragmentos de un discurso amoroso, La preparación de la novela, La cámara lúcida de Roland Barthes; El extranjero y Los demonios de Albert Camus; los cuentos de Maupassant; y En busca del tiempo perdido, un libro que se debe revisitar cada tanto, por la increíble capacidad para cobijarnos en su tono y lenguaje y de atravesarnos con su agudeza única para hablar del amor.
Empecé a trabajar en el mundo editorial en 1990, cuando Juan Forn me convocó a Editorial Planeta. En 1989, Alejandro Manara y yo habíamos organizado un “Encuentro de editores” en Buenos Aires, al que invitamos a los editores de habla anglosajona de las más importantes editoriales que habían publicado a escritores argentinos. Los habíamos convocado para discutir sobre el rol del editor (en la acepción que le dan los anglosajones) y sobre la traducción. También participó Jorge Herralde, editor de Anagrama. Fue una discusión muy interesante porque en ese momento las editoriales argentinas y españolas no contaban con este tipo de editores (los libros recibían solo dos correcciones de estilo antes de ir a la imprenta), con la excepción de Juan Forn, que había trabajado hasta entonces en Emecé y en ese año pasó a Planeta como Director Editorial.
Un editor es quien trabaja con el autor en una idea o proyecto o durante el proceso de escritura de un libro o cuando éste ya está terminado. La mirada de un editor ayuda a ver lo que un autor no alcanza a ver en su texto porque no tiene la objetividad y la distancia crítica necesarias. Un buen editor no debe ser intrusivo sino entender lo que el autor quiere y ayudarlo a ajustar el texto para que alcance su máximo potencial y que logre ser –o que se acerque lo máximo posible a– lo que el autor se propuso. Puede ser necesario intervenir en la trama o la historia, en la estructura, la voz narrativa, el tono, el lenguaje, el registro de los diálogos, la construcción de los personajes, el exceso de información o su contrario, en el final o en el principio, en los desequilibrios no deseados que puede tener un texto, momentos altos o bajos. El trabajo del editor es el de un camaleón: no debe jamás influir para que el libro sea como a él le gustaría sino que debe mimetizarse con la forma y la impronta del escritor para hacer sus sugerencias. Y debe ser invisible: su intervención debe reflejarse en los logros ajenos. Se establece un diálogo entre editor y autor no exento de tensión porque en general a los autores nos gustaría que aquello que entregamos sea definitivo o inmejorable, pero obviamente esto es así en contadas excepciones (yo como escritora he pasado por la experiencia de revisar mis libros con varios editores y lo agradezco mucho, fue grato). Entonces el editor intenta persuadirlo con la elocuencia suficiente de que los cambios que propone optimizarán el texto y el autor se resiste a dejarse convencer fácilmente. Por supuesto que siempre la última palabra la tiene el autor, él es quien decide lo que “le suena” y lo que acepta o rechaza. Muchas veces los escritores noveles son a quienes más les cuesta considerar un cambio.
En cuanto a qué publicar, como editor uno siempre tiene que estar atento a aquel que tiene una voz propia, esto tal vez no garantice siempre las grandes ventas pero nunca nos arrepentiremos de haberlo publicado, nos dará orgullo tenerlo en nuestro catálogo. Cuando uno busca libros que se vendan, tanto en ficción como en no ficción, tiene que estar atento para captar algo que está en el aire y que nadie ha plasmado todavía en forma libro. Fue el caso de los libros de investigación periodística que publicábamos con entusiasmo y emoción en los primeros 90 y en los que Planeta con su colección Espejo de la Argentina fue pionera, o el de las novelas históricas a fines de esa década o la divulgación histórica después, con Félix Luna, Pacho O’Donnell y Felipe Pigna. Y ahora se da con algunos libros de autoayuda / espiritualidad. Es el público masivo el que instala una temática y eso en general va de la mano de cierta “utilidad” que espera de un libro.
Mi proyecto editorial es el de los libros de crónica en la línea del “nuevo periodismo”: un aspecto de la realidad contado de la mejor manera posible, con una fuerte apuesta a la escritura. Puede tratarse desde los carteles del narcotráfico o los Golden boys que desde Wall Street influyen en los destinos de los países emergentes hasta la obsesión por la carne en la Argentina. Lanzamos una colección de Crónicas Planeta / Seix Barral donde hemos publicado una serie de libros que investigan un tema de manera exhaustiva, dan información objetiva pero que se leen como una buena novela. La crónica capta el pulso de la época, es la literatura de la realidad, en el borde entre la ficción y la no ficción que permite dar cuenta del nuestra época en sus múltiples facetas, una descripción del mundo, un fragmento, un recorte. Cuenta un hecho real con todos los recursos de la ficción. Recibió su inspiración en los grandes textos de Sarmiento, José Martí, Rubén Darío, Capote, Norman Mailer, Roberto Arlt, Rodolfo Walsh: se reúnen en la crónica la mirada aguda y lúcida del periodista y la imaginación y la creatividad del gran narrador; se trata de mirar con nuevos ojos. Es un género para los curiosos, aquellos que están interesados en conocer el mundo, el más lejano y el más próximo.