Cuando recibí la invitación de la Boutique del Libro para participar en el blog de la librería acepté la encomienda con entusiasmo y gratitud. Ahora, cuando debo hacerme cargo de cumplir el encargo, reconozco sin dificultad que no soy bueno para la tarea: no traigo, en mi acervo de lecturas, aquellos textos secretos que permiten hacer sentir a los otros que uno posee claves privadas para circular en el mundo de las letras, ni tengo lecturas recientes de aquellas que pueden ser consideradas como “descubrimientos” y hacen saber que uno está en la primera fila de los que combaten por las palabras novedosas. Entonces me pregunto, ¿cuál es el objeto de hacer lo único que me resulta posible, a saber, recomendar aquello que el consenso, el sentido común de la buena literatura, el canon más o menos sofisticado de una edad y de una geografía establecen como lo legible, o como lo que debe ser leído? Me gustaría poder conversar sobre algunos libros, más que recomendarlos, pero el teclado de mi computadora me recuerda que la conversación trae consigo los gestos, los movimientos enfáticos o desdeñosos de las manos, las muecas, las interjecciones, las interrupciones y, sobre todo, la palabra del otro, la sorpresa, la amabilidad, la diferencia.
Sin embargo, estoy obligado por la palabra dada. Más obligado aun porque, al percibir la dificultad de la tarea que había aceptado, fui posponiendo su cumplimiento, lo cual acrecentó cada día la deuda, hasta hacer imposible volver atrás en el compromiso. Aquí estoy, por tanto, mirando de soslayo la biblioteca para ver cual de los idiomas, de los géneros, de las épocas, de los autores me invita a hablar de él antes que de los otros. Tres nombres aparecen, diversos, desiguales, extraños. Montaigne, que ha regresado a mí en ocasión de la publicación de una nueva edición –y es, ya, la tercera- de sus ensayos en la biblioteca de La Pléiade, de Gallimard– edición que no tengo, pero que ha provocado ecos que replican en la edición que El Acantilado hizo de los ensayos completos, y ésta sí que la tengo, y que repercuten, a su vez, en los tres tomos de la edición de Classiques Garnier, de 1958 (¡y están cumpliendo medio siglo, estos tomitos!) en los que descubrí a Montaigne y que me acompañan desde hace más años de los que mi memoria me permite registro, porque llegaron a mí desde antes de ser míos.
Valéry también se hace presente, por caminos no menos curiosos: hace algunos años, cuando todavía dirigía el Fondo de Cultura Económica en Argentina, y era a su vez editor de ensayo para el conjunto de la editorial mexicana, comencé una tarea de edición (reedición, en algún caso) de las obras de Karl Löwith. Fue así como, en el Fondo, se publicó el libro que incluye el ensayo de Löwith sobre Heidegger, y como, ya en Katz Editores, publicamos primero Historia del mundo y salvación y, luego, una nueva edición de la versión clásica, originalmente publicada por Sudamericana en los tempranos años sesenta, de De Hegel a Nietzsche. Ese trabajo con la obra de Löwith me llevó a su obra sobre Paul Valéry, una obra de la cual él mismo, Löwith, dijo que era su “testamento intelectual”, y en cuya traducción comenzamos a trabajar en la editorial hace ya tiempo. Pero, naturalmente, eso trajo a Valéry a la luz, una vez más, y me acercó nuevamente a sus Variété, a sus Regards sur le monde actuel (ambos en las ediciones, ya casi destruidas, de la NRF, de 1939 aquella, de 1955 ésta), y a la edición, bella como lo son siempre las de esa casa editorial, de los Cuadernos, publicados por Galaxia Gutenberg en 2007, con prólogo de Andrés Sánchez Robayna.
Por último, el tercer nombre del que no querría, hoy, prescindir, es el de Sebald. Pienso en Sebald con emoción, con la emoción que me produjo abrir la primera página del primero de los libros suyos que he leído y encontrar allí una respiración: no es habitual oír respirar a un escritor, sentir que su respiración está en su prosa, y que en ella se expresan los ritmos de un organismo que es a la vez cerebral y emocional, físico y etéreo, fuerte y –como desgraciadamente lo supimos no mucho después– tan frágil que dejó, simplemente, de ser.
Me pregunto qué significan estos nombres, a la vez tan diversos, a la vez tan próximos, tan previsibles, y se me ocurre que no son más que aspiraciones: la aspiración de Montaigne a un conocimiento orientado a la sabiduría, a la inteligencia filosa, cortante, implacable de Valéry, al desgarrado equilibrio (quiero repetir la fórmula, para oírla mejor: desgarrado equilibrio) de Sebald. Quizá -y al decir quizá subrayo que lo que sigue no aspira ni siquiera a la categoría de hipótesis-, quizá haya allí uno de los posibles sentidos de los libros y de la lectura: un sentido propiciatorio, un sentido órfico, un modo de hacer que el conocimiento, el conocimiento en el sentido de Valéry, sea no el gesto admirativo del saber, sino, como en Montaigne, una práctica de vida, tal como uno puede imaginar que la ejerció, entre el pasado del idioma condenado y el destino del idioma ineludible, Sebald.
Me pregunto qué significan estos nombres, a la vez tan diversos, a la vez tan próximos, tan previsibles, y se me ocurre que no son más que aspiraciones: la aspiración de Montaigne a un conocimiento orientado a la sabiduría, a la inteligencia filosa, cortante, implacable de Valéry, al desgarrado equilibrio (quiero repetir la fórmula, para oírla mejor: desgarrado equilibrio) de Sebald. Quizá -y al decir quizá subrayo que lo que sigue no aspira ni siquiera a la categoría de hipótesis-, quizá haya allí uno de los posibles sentidos de los libros y de la lectura: un sentido propiciatorio, un sentido órfico, un modo de hacer que el conocimiento, el conocimiento en el sentido de Valéry, sea no el gesto admirativo del saber, sino, como en Montaigne, una práctica de vida, tal como uno puede imaginar que la ejerció, entre el pasado del idioma condenado y el destino del idioma ineludible, Sebald.
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Alejandro Katz nació en Buenos Aires, y residió durante siete años en México, donde se graduó de licenciado en Lengua y Literatura. Crítico, ensayista, traductor y editor, colaboró en suplementos y revistas culturales, principalmente en la Argentina, México, España y Colombia. Dirigió durante quince años el Fondo de Cultura Económica de la Argentina; fue Consejero de la Cámara Argentina del Libro y miembro ad honórem del Consejo de Cultura de la Nación, entre otras actividades. Desde el año 2006 dirige Katz Editores, un sello editorial con su nombre propio.